El país de los ruidos

Por Manuel Juliá

Al otro lado de esa calle hay una máquina que no cesa de latir con su rugido metálico, y al amanecer, sobre las ocho, un pitido constante hace de despertador molestando hasta el propio sol que se despereza diciendo joder ya está aquí otra vez el pitido. Sentado al lado de aquel joven que viaja en el AVE con una novela, y pretende leer a gusto, hay un tipo grueso pegando voces por el teléfono móvil. Lleva el artilugio adosado a sus mofletes gigantescos, y lo ha convertido en su oficina ambulante. Vocea los precios de la tarima flotante, el horario de los camiones siempre impuntuales, el volumen de cemento engañoso que traen. Apenas le importa que otros griten con lo suyo abundando en una confusión de mensajes. Agendas del día. Deseos laborales. Viajes de fin de semana. Problemas familiares.Qué más da, el caso es que el chaval cierra el libro incapaz de concentrarse en sus páginas. Mira luego por la ventana envidiando esa paz de siglos que tienen los olivos y las encinas. Por encima de los montículos los pájaros siguen un rato el tren. Luego se pierden por las nubes frenando su vuelo.

El pobre hombre, delgado como una escoba, de voz brumosa y baja, apenas puede decir su opinión en el grupo. El bar chirría como un orfeón de carrascas. Lo que fue un murmullo cuando estaba casi solitario ahora se ha convertido en griterío. Además cuando intenta hablar es avasallado por alguien que a su lado parece tener un amplificador en la garganta. Cualquier cosa que dice se eleva sobre el ruido general, y a la vez genera una cascada de voces que se van elevando. Suben más todavía cuando la cafetera suelta su sonido de máquina de vapor en frenada. Hay tanto ruido que hasta las gambas se vuelven al congelador y las cabezas de los ciervos agachan sus orejas. Los cristales no estallan por no abundar en el estruendo. El pobre hombre, incapaz de hablar, mira contrariado la felicidad del que grita imperando en la ensalada de gargantas desbocadas.

La chica le dijo que no volvería a subir en su moto Honda. Si quería tenerla atrás tenía que volver a poner el silenciador, pues cada vez que meneaba la muñeca hacía tanto ruido que los árboles se iban de la acera. Era verle aparecer, otras con la radio del automóvil enloquecida, que las ventanas se cerraban solas, los kioscos echaban sus toldos y las hormigas se metían en la tierra.

Dice Iam Gibson que le encanta todo de España menos tantos ruidos que unos y otros aguantamos sin rechistar. Ni en los hospitales se respeta la necesaria serenidad y recogimiento de los enfermos. Algunos visitantes convierten los pasillos en un mercadillo de fin de semana. Si te quejas te miran como si fueses un tipo raro. Somos el segundo país más ruidoso del mundo, detrás de Japón, dice Gibson. Hay que ver, lo que cuesta que alguna gente entienda que sus derechos acaban donde comienzan los derechos de los otros.

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