Cataluña, año cero

Por Alfonso Carvajal

Hablamos del problema de Cataluña porque nos preocupa. No lo dejamos en manos del Gobierno en exclusiva: “dejadme solo, sé lo que hay que hacer”, nos dice; pareciera que después de no hacer nada, ahora lo hará todo.  Sabemos lo que ha hecho.

El problema, por caracterizarlo, es el problema de las nacionalidades. Un problema antiguo y nunca conjurado. Recordemos de nuestras nociones de historia el surgimiento de los estados nación en el siglo XIX; más reciente, las desapariciones de la Unión Soviética y de Yugoslavia y la aparición consecutiva de otros países; y más próximo a nuestra cultura, los casos de Quebec y de Escocia. No es nuevo. El problema nacional no es nuevo y tiene su expresión paradigmática en la dominación colonial. Sin esa connotación, está Escocia; y mutatis mutandi, Cataluña: hay, en ambas, identidad nacional, pero no dominación colonial. Sobre la relación de dominio o explotación, y pese a los supuestos desequilibrios de las balanzas fiscales, lo cierto es que el saldo de la relación económica entre Cataluña y el resto de España favorece a Cataluña. A la vista está: su renta per cápita es superior a la del conjunto de comunidades autónomas (28.590 € frente a 23.390 € en 2016). Y ese saldo favorable se debe en buena parte al aprovechamiento de la mano de obra barata que llegó del resto de España; esto, sin descartar el mercado que conformamos todos. Resulta pues simple e injusta la caracterización de esa relación como Espanya ens roba.

El origen remoto del nacionalismo catalán hay que verlo, sí, en la historia. Con ser consistente, no determina la historia el destino de un pueblo. Pese a la Biblia, no hay pueblos elegidos; nada está escrito. Es la voluntad de los individuos en su condición ciudadana la que decide el futuro. Observamos sin embargo que grupos hegemónicos han usurpado la voz de los catalanes: hablan en nombre de todos. No fue bastante el Estatut de 1979; el que reclamaban los gritos de entonces, Llibertat, amnistía, estatut d´autonomía. Durante años, esos grupos catalanistas han buscado con machacona insistencia señas de identidad y estructuras de estado. Identidad es la lengua (català a l’escola), el himno, la bandera; estructura de estado es la policía propia (los mossos), la recaudación de impuestos, el control de puertos y aeropuertos, etcétera. Ha sido una estrategia deliberada. A esa estrategia vino a sumarse un torpe agravio, el recurso de inconstitucionalidad del nuevo Estatut. El nuevo Estatut, aprobado por los parlamentos y refrendado en 2006 por una mayoría de votantes en Cataluña (el 74%; votó el 49% del censo), fue recurrido por el Partido Popular y finalmente derogado en parte por el Tribunal Constitucional en 2010. Es en este agravio más reciente donde parece situarse el momento de ruptura, el paso de un catalanismo compatible con la Constitución española a uno soberanista incompatible y sedicioso. Creemos que no es del todo así; infundió más brío a los viejos argumentos. La cosa viene de lejos; se ha gestado poco a poco. Señas de identidad para todos (normalización lingüística), estructuras de poder, relato de agravios (Espanya ens roba), épica nacional (celebración del centenario del 1714) y al final, como resultado, la demonización del otro, del no nacionalista, del botifler. Aquí ha habido un grupo dominante detrás, una elite con poder económico, con control de los resortes de la política territorial, que busca más proyección. A su lado, una izquierda subsidiaria que no ha encontrado una expresión genuina; se esperaría que defendiera intereses de clase, los intereses de los trabajadores catalanes y sobre todo de los trabajadores emigrantes, los más desfavorecidos. Pero no. Nunca estuvo claro el papel de esa izquierda: los componentes de clase y nacional. Solo el oportunismo explicaría la deriva nacionalista de estos grupos. Durante el franquismo, los movimientos catalanistas fueron aliados naturales de la izquierda: combatían al mismo enemigo y formaban parte de un mismo frente (Assemblea de Catalunya). Para la izquierda, la división está en la clase social —se entiende que el concepto de clase ha evolucionado desde Marx—  y no en el país o nación de pertenencia; en la práctica, este principio internacionalista —atractiva bandera de enganche de las izquierdas de todo el mundo—, no rige. Así, el nuevo estado que se ofrece envuelto en el ropaje de una República mirífica catalana para gusto de todos no es en el interés de las clases trabajadoras; cambiará la bandera, pero no los patronos, que serán los mismos. Es muy probable, además, que, en el nuevo estado, esas clases formen parte de la comunidad proscrita; habrá dos comunidades, de esto no hay duda.

Hemos llegado hasta aquí. Hasta la convocatoria del referéndum de autodeterminación y la promulgación de la ley de transitoriedad.  El Gobierno del PP no ha hecho mucho; ha pensado que las cosas se solucionarían solas —el símil del soufflé; después de subir, baja—; antes, saboteó otras iniciativas por sectarismo y visión alicorta: se duelen ahora. No hacer nada es a veces una solución, ciertos problemas se resuelven solos; no ha sido el caso. Es dudoso por otra parte que recurrir una ley votada por la mayoría de un pueblo sea una medida inteligente; no digamos tocar la cartera de la gente (boicot al cava y a otros productos catalanes). En cuanto a los independentistas, sus objetivos han estado claros desde siempre (Som una nació, nosaltres decidim). Cataluña, año cero. Se ha llegado a este punto de no retorno, ¿a qué precio? Hay dos comunidades; por instantes, irreconciliables: los independentistas —catalanes auténticos—, y los no independentistas —xarnegos y botiflers—. Se ha saltado a la torera no ya la Constitución española, que impide esa consulta, sino la norma que protege el respeto a las minorías. Atención, la mayoría parlamentaria que ha votado las leyes sediciosas (referéndum y transitoriedad) no representa a la mayoría de los ciudadanos en el Parlament; los votos de Junts pel si y la CUP suman 1.957348; los del resto de representantes de la cámara, 1.972.057). En resumen, con una interpretación espuria de la intención de los votos han llevado a cabo este golpe de mano.  Ahora o nunca, se dicen. Pero es ahora también cuando se atisba un alineamiento del PSC con los catalanes sin voz y con el resto de trabajadores españoles; los herederos de aquel PSUC, no lo tienen tan claro, andan divididos.

Fue un error llegar a este punto. Pero no caben lamentos. Nadie es más que nadie. Es un principio elemental y el primer derecho humano: “todos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. No hay pues derechos añadidos por mor de la historia o de la lengua. No debe haberlos. Podemos convivir en el mismo espacio, es mi apuesta; pero ya nada puede descartarse. Es el tiempo de la política; claro que, en esta, cabe todo, hasta la guerra (“la guerra es la prolongación de la política por otros medios”, dijo von Clausewitz, su teórico). No ha habido buena política, política de dialogo y pacto; asistimos a la intervención de los jueces y la policía. Descartada la entrada de los tanques por atroz, no puede descartarse la violencia: tantas variables en liza se prestan al descontrol. Pensemos en el otoño, más allá del primero de octubre; la violencia dificultaría el pacto necesario en ese tiempo de prórroga. La diplomacia no se acaba nunca. Es tiempo de templanza.

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