MI PRIMER GUISO DE BODAS

Casi todos los días vivo un rato en  mi infancia. Y este rato de ahora -por invitación de ustedes-  voy a vivirlo, con el conocimiento de hoy, eso sí, en el día de la boda de mi primer guiso.

Estoy en el patio de mi abuela,  y esta mañana se ha casado mi tío Juan Antonio, hermano de mi madre. Un mozo azul por sus ojos y del norte de más arriba  por lo rubio del cabello.

La mujer elegida, también anda por  aquí, naturalmente. Es una mujer morena, negros los ojos y el pelo, y alta como él. Por la tez y por el moño parece una modelo de Romero de Torres, la del billete de papel que manosea la gente, no tan a diario porque es mucho dinero.

Serios son los dos, pero no adustos, que mi tío hace unas bromas cortas que los dos sonríen. Mi tío es hombre del campo, y de descuidado no tiene nada. Elige   la ropa para desenvolverse bien, y compra las mulas observando y revisando la “muletá” en la vega.

Cuento todo esto, pero yo sigo en el patio esperando la hora del guiso de esta boda.

Mucha ropa de vestir de domingo, mucha conversación con el tiempo dentro de ella,  sombreros, boinas, en los hombres; vestidos y faldas largas y estrechas, algunos tocados de velo corto y medías con la costura recta a la vista en las mujeres. No he dicho guantes porque es verano. Echando la vista veo que a la pililla del agua le gotea el grifo,  los periquitos asoman en ramos como boquitas de pajarillos rosas, a las esbeltas malvarrosas, ufanas de ser hermosas, las sostienen sus tallos como bastones y el rosal esconde las espinas en la sombra para que luzcan las flores; el pozo es tan generoso que no escatima el agua a nadie, la tierra húmeda y regada cobija a todos los suyos en vida y en muerte: gusanillos, lombrices, hormigas, y caracoles, éstos metidos en sus cajitas que les valen también para las cuatro paredes del otro mundo.

Al amanecer me desperté  sin abrir los ojos. Cuando lo hice vi que ya estaban puestas las banquetas, los bancos, las sillas, y aseguradas para no caerse las tablas largas que servirán de mesas, prestadas por León el carpintero de la calle Trinidad, igual que las sillas de anea de la Olalla la sillera y de las casas vecinas.

Dado el repaso de entretenimiento, huelo a lumbre y al humo veo buscando cobijo arriba de los tejados. No le dará tiempo, antes se deshará sin dejar rastro como dice el fraile de nosotros.

Ya debe de estar el guiso que habrá quemado muchos hachos de la gavillera por donde saltaron los ladrones a robarnos los palomos que no custodiábamos como el dinero.

Las llamas del fuego bajo y lo que se pone encima hierven juntos en la cocinilla estrecha, pero alargada, donde a primera hora puso mi abuela el puchero de   achicoria.

Que viene el guiso en las ollas pasillo abajo no lo dicen las mujeres para que tomemos asiento, sino el pataleo de las mulas en la cuadra al olerlo con sus grandes narices.

Nos hemos sentado y nos han servido con el cucharón que utilizan para repartir a los pobres. En seguida empezamos a sorber el caldo de la cuchara, como si  hubieran añadido un silbato al cubierto. Pero el caldo se quema así mismo todavía y yo toco en la mesa el tambor con la cuchara. Las pelotillas siguen  engordando y se van a beber mi caldo si no las parto en cachos. Menudos mazacotes.

Dentro hay jamón, dice una cocinera y muchos no encuentran el jamón; el perejil, sí, contestan desilusionados.

Las sabrosas gallinas de este guiso multitudinario, de carne tan suave y olorosa son de nuestro gallinero, criadas y engordadas  con salvado amasado por la Antonia, mi abuela, que quiere que diga su nombre y no lo oculte. Todas, desde venidas al mundo, y ya crecidas han sido tratadas como de la familia.

Se pasaban el día escarbando y esperándome a mí hasta que mi abuela me cambió de sitio mi puesta diaria. Las gallinas superan la docena para un solo gallo de cresta del tamaño del abanico que traen los juegos de muñecas de las chicas.

Yo me subía al poyete del basurero con la ropa bajada, manejando la caña de una escoba vieja para ahuyentar a las gallinas que acudían a verme por si les traía algo y ya lo creo que sí.

Movía la caña como la batuta del maestro de la banda, pero hechas un corro y mirándome con los ojos de lado, me entraba mucha ternura y soltaba la caña ocurriendo lo que mi abuela no quería. Me alejó del basurero para siempre y me obligó a usar para este menester que no es de los dioses, la verjilla de la entrada de la portada, situación que me mantiene en guardia por si se abre de pronto. Y ahí sigo.

Veo que el guiso está acabándose en los platos, aunque los comilones hacen cola aún en las ollas inclinadas para aprovechar el contenido.

Remangadas las camisas, desabrochados los botones de arriba, la sangre saliéndole a cada cara a vernos, son cosas que no olvidaré nunca de algunos hombres. Tampoco que los más tragones han acabado desplomando la cabeza sobre el mantel como si hubieran estado boxeando en el porche en los prolegómenos, como dicen los locutores que radian el fútbol.

La “bizcochá” no la pruebo, no me gusta la leche con esa blancura pastosa que todo lo ensucia y se ve de largo. Hay más alimentos que no son de mi agrado, pero los tenderos  no deben saberlo.

Los vivas a los novios y los besos encadenados con la boca pegajosa, los he callado hasta ahora, cuando el bullicio ya ha llegado a la cámara, menos mal que es muy espaciosa y cabe de pie y tumbado.

Sirven café, sirven copas de mistela en botellas sin letrero, sirven anís y coñac, sirven sifón y gaseosa,  bebidas de compañía del vino desde el principio, y reparten a los hombres los puros que prendidos ponen puntitos rojos que echan humo y enturbian la boda, ahora con muchas sillas vacías del peso de las personas que se acomodaron, de la alegría de ellas, de los vivas, de los aplausos, y del cansancio igualmente.

Están recogiéndolo todo, y los chiquejos nos salimos al pretil a subirnos a los árboles, y a jugar a pídola. No tardan las voces de las madres en llamarnos para regresar a casa después de todo un día para comer, jugar, y mancharnos la ropa.

Mirando hacía la iglesia, aunque mi madre tira de mi brazo y voy dando vueltas a su lado, me fijo en la fachada de piedra rosa de la Trinidad, cuya espadaña escala el sol, no parece que a duras penas.  Supongo que los pajarillos en las ramas y en los tejados hacen lo que yo, ver al que huye de amarillo vestido llevándose el calor de la tarde, que es el mismo que el de la vida.

Muchas gracias.

Santiago Ramos Plaza.

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