Colombofilia

Por Ezequiel Castellanos Maciá

Algunas afortunadas tardes, el cielo de la Plaza de España se veía invadido por el desfile atropellado de escuadrillas multicolores que, como banderitas de exóticos países desconocidos hasta para los ojos de un escolar, exhibían en la bóveda celeste que se abarcaba con  la vista  imprevisibles e intrépidas persecuciones y acrobacias para orgullo de un público entre expectante y rendido.


    Algunos de aquellos individuos que examinaban el campo de batalla con la emoción de un niño que apuesta por un galgo eran incapaces de pronunciar bien palabras como « Gabriel» ( «Grabiel»),  «Polígono» ( «Polígano»),» Kennedy» ( «Kénide»)  o « Frigorífico» ( « ¿ ?»), pero no titubeaban a la hora de llamarse a sí mismos «colombófilos».


     La tarde en la que los socios se reunían en la plaza, el cielo se adornaba de pigmentos, tintes y anilinas que decoraban los pechos abultados de unos palomos que parecían conscientes de su coquetería cuando sobrevolaban una y otra vez sobre las cabezas de la gente desplegando sus alas como aspas de molino, como  cometas infantiles. Sus colores les identificaban, sus nombres de batalla les singularizaban. Los dedos de sus dueños parecían  marcarles el camino  tras la presa. Esa tarde se soñaban estrategas en plena batalla.


   El cielo es inmenso; lo que el ojo humano alcanza a ver de él, insignificante. Los límites que los tejados de los edificios cercanos parecían marcar estaban allí para ser rebasados; por ello desaparecían de la vista de todos, porque así de libre era su vuelo, porque alguna de aquellas aves había inventado una nueva ruta  arrastrando con ella a buena parte del grupo. Siempre hay quien sabe destacar en lo suyo. Siempre había quien se despistaba y sobrevolaba solitario, desorientado,  como preguntando por dónde habían ido los demás.


   Paciencia. No era un arte para impacientes, y la serena espera era recompensada pronto con una nueva pasada de la reducida bandada. Atentos todos, asoman sobre el reloj del Ayuntamiento.


     Y era un girar de cabezas, noventa, ciento ochenta, doscientos setenta y hasta trescientos sesenta grados intentando identificar a los más perseverantes, a los más hábiles perseguidores de la presa. Ellos marcaban el ritmo con sus vuelos corregidos por la voluntad de un cerebro de unos gramos adornado con un plumaje de corista.


     Triste decepción para algunos  comprobar como sus colores estaban ausentes en el último desfile. Era la ocasión para ir cerrando los cajones agujereados en señal de derrota. Tal vez el tejado de la cercana iglesia o la soleada azotea de un chaflán habría distraído al palomo. No siempre se gana; más bien suele ocurrir lo contrario.    Por eliminación, como en las carreras de larga distancia, como en las guerras largas, cada vez iban quedando menos en el vuelo.


    (Siempre la misma historia animal de andar persiguiéndolas, luchando por conseguir llamar su atención... Ya alguna vez el propio D. Saturnino, médico además de socio, les había hablado de la analogía entre lo de arriba y lo de abajo, entre el cielo y la tierra, de la lucha por la vida entre los machos por conseguir los favores de «ella»... y aquellos hombres de campo a los que se les resistían palabras como «frigorífico» o «credibilidad», pero sabían decir «colombófilo», lo habían comprendido a la primera.)

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