COLGAR O EXPONER: La Antológica de Herreros (1949-2018)

Por José Luis Mata

Cercana ya la fecha de clausura de la Exposición Antológica (1949-2018), que José Herreros tiene colgada en el Museo Municipal de Alcázar de San Juan, es mi intención ofrecer una reflexión sobre la organización conforme se exhiben los cuadros pues, una vez descolgados, podremos, creo, seguir gozando del privilegio de contemplarlos pero, sea dónde y como fuere, la exposición no será la misma. Los mismos cuadros, sí, pero no su mensaje de conjunto porque, tal como he titulado mi artículo, colgar o exponer, pudieran parecer sinónimos en el contexto, pero no es así. Que lo digan, si no, Antonio Moreno, comisario de la exposición, y sus colaboradores en la tarea de selección y orden, María José Taioli con alguna valiosa sugerencia de Áureo. ¡Cuántos titubeos!, porque cuántos son también los condicionamientos. Y, como en tantos casos, el tiempo que urgía a la prisa.

            Había que acomodarse, en el museo, con los espacios disponibles: capilla, galería superior, sala sur y sala norte. Cada uno con sus cuatro paredes con distinta dimensión, orientación, iluminación y huecos de ventana, puerta u otros que imponen su propia adecuación y dificultad.

            Y había que contar con que, si la exposición es antológica, se imponía hacer una selección previa de la obra de que dispone el artista y era necesario, además, respetar un cierto orden cronológico que permitiera ver la evolución en el tiempo de la técnica y estilos que, en cada época, inspiraron el espíritu creativo del pintor.

            Las dimensiones de los cuadros son otro factor de decisión, impuesta por el propio cuadro, como exigencia del espacio que dmanda su mejor encaje.

            Y un factor que actúa en la sombra, que nada parece decir pero que está omnipresente: el marco, los marcos. No se trata aquí de marcos que por su antigüedad, estilo,  riqueza, entidad o valor intrínseco juegan un papel determinante per se,  independiente del de la propia pintura, por el exotismo de su madera, por su labrado, filigrana o sobredorado; esa es otra historia.  Hablamos del marco como elemento que señala el límite entre la realidad y la fantasía (y aquí  es el espectador sensible quien puede añadir de su propia cosecha). El marco abraza, protege, sustenta y hasta complementa el espacio interior concentrando la mirada, reclamándola para, una vez fijada, desaparecer. El marco no se mira, pero se ve, cierra pero al mismo tiempo abre y permite sugerir al espectador, al espacio, al ambiente. Por eso Herreros, siempre parco en palabras pero certero, cuando en el acto de inauguración fue invitado a hablar sobre su exposición dijo: “Me gusta. Los cuadros dialogan”. Ya sabemos, Pepe, que tú los has pintado y ese “me gusta” no nace de la sorpresa de ver lo que tan bien conoces. El diálogo surge de la conjunción armonizada de cuantos elementos han traído de calle a quienes han expuesto, que no colgado.

            La capilla contiene cuadros, fundamentalmente de gran formato, y los primitivos. El encanto infantil de “Feria” (1) y “Comediantes” (2) escoltan la puerta de entrada. Por temática, color y técnica se revelan contemporáneos (primeros años 2000). Así también se entabla un diálogo entre los vendimiadores, “Vendimia” (3) y las recolectoras de la rosa, “Azafranando” (4). Es evidente la diferencia, en cuanto al manejo de la técnica, con el “Carro entalamado” (5), si bien el cubismo está ya presente en este carretero de los años 50. Y más o menos en estos mismos años puede adscribirse la “Venus” (6) evidenciando un cierto toque impresionista. El diálogo se convierte en grito dirigido al espectador “Cuando aún olía a trigo segado” (7) y es denuncia de la falta de horizonte en “¡Adónde vamos!” (8) o de la barbarie de la violencia en “La riña” (9); estos de la década de los 60. Y en fuerte contraste con el paisajismo que comentaremos más adelante, el abstracto de los tres cuadros “De Lanzarote” (10), de la primera década de los 2000.

            Subimos la escalera, accedemos a la galería y, a la derecha, nos sorprende un “Desnudo” (11). Sorprende por la técnica: tinta china aguada, en donde la calidad de las carnaciones se obtiene del soporte del papel, y sorprende por el fuerte clasicismo poco habitual en Herreros. “El hombre pequeño del circo pequeño” (12) es una denuncia contra la canalla crueldad ejercida con odiosa impunidad sobre los débiles: el protagonista se encoge con gesto de incomprensión resignada. El testimonio de las piedras que acaban de lanzarle, acusan al cobarde que se esconde tras la esquina. “Toledo gris” (13), “Cuenca” (14) y “Tormenta en Toledo” (15), de los años 80, conforman una perfecta unidad por la semejanza de perspectiva para pintar ambas ciudades. Es el matiz del color lo que marca las diferencias en la luz con que se iluminan. Y qué decir de la noche en la iluminación más que artificial artificiosa, que se proyecta en la fachada de la “Iglesia de los trinitarios” (16), de 1994. Tenemos de nuevo ocasión de comprobar cómo ha evolucionado la técnica del autor desde su “Nocturno de San Francisco” (17), que habíamos contemplado en la capilla. Sorprende en Herreros su capacidad para meter multitud de figuras en los límites del cuadro; es que su habilidad como muralista llega a estrechar o ampliar, según se mire, los límites del marco a las dimensiones del plano de un muro o pared. Lo comprobamos con “Balseros” (18), de 2008 y “De madrugada” (19) de 1999. “Invierno” (20), “El rebaño” (21) y “Primavera” (22), de 1990, 1987 y 1990, se armonizan como  trío bucólico, poetización de los cielos de La Mancha, y de sus paisajes -“La Mancha es franciscana”, le oí decir al pintor tiempo ha-, pero ¡qué hermosa! bajo la mirada del pintor. Por lo demás en esta galería: segadores, azafraneras, vendimiadores…, temas permanentes del pintor en compromiso constante con las gentes de su tierra y también músicos, músicos populares, exentos del virtuosismo del concertista: Juan y Pedro “El cojo” (23). En la “Crucifixión” (24) no hay sangre, no hay bueno ni mal ladrón (sólo dos hombres, iguales e injustamente ajusticiados), como hombre, hombre sufriente es Jesús, en su “¿Por qué me has abandonado?”.

            Si accedemos a la sala sur, por la derecha, al volver la vista, surgen los cuerpos encogidos de las “Carbonilleras” (25); crudo testimonio del hambre y miseria de la España de posguerra. En el puntillismo de azules, sepias, ocres y hasta amarillos y blancos, lo que vemos en verdad es todo negro; el negro de la escoria escarbada con las negras manos y ojos de negras caras que rebuscan rescoldos apagados que aún pueden calentar. Y hasta los postes del telégrafo más parecen hileras de crucificados. El corazón encogido se relaja a la vista de “El caporal” (26); perfecto arquetipo del labrador interpretado con la peculiar visión de Herreros: grandes y fuertes manos para agarrar la mancera del arado tirado por la mula, también presente, amplias abarcas que pisan terrones apartados por el surco, pantalón de pana y blusa, boina y gorro –que así se llama el pañuelo anudado-. Otros tipos son “María y Antonio” (27), “Cazadores” (28), “Conversación” (29), “De la era” (30) y otros que provocan alguna más que interrogante: “Como todas las noches” (31), “No hay cruce de peatones” (32), “¿Por qué?” (33). Detengámonos en “Invierno” (34), de 1950; un cuadro de la tierra, en contraste con los de cielo (“Invierno” (20), de 1990, que vimos en la galería). La aspereza de una tierra, en la que las cepas semejan macabras manos, surgidas de lo profundo. Cuarenta años después,   tornan la visión del autor hacia un cielo apenas matizado en el frío, diáfano,  amplio, anunciando la “Primavera” (22) que vuelve en verde la vega y cubre de hojas las ramas del  humilde árbol. Y para despedir la sala, dos “Rogativas” (35-36), de 1969 una, de 1964 la otra (ya vimos otra en la capilla (37) ¿de los 50? Con ellas podemos preguntarnos quiénes han sido los maestros que han inspirado a Herreros en su pintura. Bastantes, sin duda, pero aquí se nos revelan Goya y Gutiérrez Solana.

            Y entramos en la sala norte; dibujos y técnicas mixtas que no tenemos espacio para comentar de por menudo. “No hay buen pintor si no hay buen dibujante” es un axioma. La maestría del dibujo la comprobamos con muestras como  “Esquilando” (38), “Quesada” (39) o “Pareja a la luz de la luna” (40). El guache se manifiesta en los retratos de “Unamuno” (41), “Gerardo Diego” (42) y “Pío Baroja” (43). Y la misma factura del dibujo es la que aparece en los grabados: “La siega” (44). El carro “entalamao” (45), de pequeño formato y técnima mixta, es una delicia para los ojos, que bien pudiera intitularse “verano” y completar así al “Invierno” (20) y “Primavera” (22) que vimos en la galería. Por último, nos detemos en los bocetos para mural; algunos realizados, otros dormidos en el proyecto. Lástima del que estaba destinado al frontal de la capilla mayor de la iglesia de San Francisco de Alcázar (46), en torno al gran crucifijo que en ella podemos ver. Imagino la pequeña figura de Herreros encaramada en altos andamios, como hiciera Miguel Ángel en su “Juicio Final” de la Sixtina.  Lástima, digo, pero al parecer, el mecenas de la reforma del templo falleció  sin proveer de fondos esta obra. Imaginémosla. La grandeza del templo se hubiera potenciado muy notablemente con la posibilidad de contemplar, en torno al Cristo, las figuras del Seráfico Padre en los momentos decisivos de su vida.

 

 

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