ARTÍCULO DE OPINIÓN

La Trinidad y dos pintores nuestros

Por Santiago Ramos Plaza

El día 25 de Mayo de 2007, falleció el pintor Isidro Parra Molina.  El dolor que nos causó su muerte no fue en absoluto repentino, todos lo habíamos empezado a sentir tiempo atrás por las averías en su maltrecho corazón.

Sin embargo, abrigábamos la esperanza de verlo recuperarse como en ocasiones anteriores. Fatalmente no fue así. Que Isidro estuviera inmejorablemente atendido en el hospital, que sus ganas para superar el empeoramiento no parecían solamente suyas, que sus familiares lo mimaran en cada instante, y que cuantos le visitábamos alegrábamos la cara para disimular nuestra preocupación, fueron ayudas, esfuerzos y estímulos valiosos, aunque no sirvieron para que su vida no saliera adelante.


    Después de llevárselo la muerte, todos los que lo queríamos, por razón de amor, creíamos que si llamaban a la puerta, que si sonaba el teléfono, que si había carta, era Isidro quien llegaba.
    Y en la calle, a lo lejos lo divisábamos confundiéndolo con otras personas, deseos de volver a verlo, aun sabiendo que encontrárnoslo sería imposible.


    Evocar su obra y releer lo escrito sobre ella confirman que Isidro fue un pintor excepcional. Dotado de facultades extraordinarias –talento creador, imaginación portentosa, disposición absoluta y capacidad inagotable- desempeñó su oficio de artista con una maestría que habría dejado boquiabierto a cualquier pintor moderno, caso de poder contemplarlo en su batallar diario en la soledad que de nada se carece.


    Dedicado a pintar desde su juventud, no deseó más fines de vida que la pintura, a la que se entregó con pasión de enamorado correspondido. Realismo, expresionismo, figuración, abstracción, ejecutados al óleo, acuarela, pastel, litografía, o grabado de técnica distinta, fueron variedades del arte que le hicieron artista fundamentalmente de nuestra tierra para el mundo, por ser La Mancha, tanto vivida como soñada, tanto hacia fuera como hacia dentro, tanto de cerca como de lejos, la sustancia sugerente, palpitante, subyacente, en toda su obra.


Hace unos años, en una de mis frecuentes visitas a su estudio, le sorprendí grabando con el buril en la plancha metálica el escenario local de mi predilección, la Trinidad. Acabado de rayar con trazos firmes, sin detenimientos, dispuso el tórculo y tiró dos pruebas preparatorias, regalándome ls que ilustra este comentario de sentimiento y admiración a Isidro.


    Asombra que su memoria fuera tan prodigiosa, de retentiva tan fiel, tan realista, y creativa sin embargo. Ni apunte, ni boceto, ni fotografía, tenía de la Trinidad ante sus ojos cuando la componía. Que dejara el pretil sin árboles, no fue descuido, sino intención para que su espacio diáfano lo ocuparan las figuras goyescas adumbradas que resaltan a la vista.


    Pese a ser una prueba preparatoria de la serie de estampas alcazareñas que pretendía completar y editar más adelante, he ilustrado este este texto con su reproducción, más que como ejemplo de su trabajo, como justificación mía para recordar también a mi inolvidable amigo es esta revista nazarena y trinitaria. (Pentecostés, 2008).



NOCTURNO DE LA TRINIDAD.José Herreros


Hace años, Pepe Herreros pintó un cuadro de la Trinidad de noche. La idea, una excepción en su obra, fue mía, y por la insistencia más tuvo de provocación que de sugerencia. Harto de escucharme, decidió pintar el cuadro con tal de que me callara.


Cuando lo terminó, en vez de colocarlo en las baldas de su estudio donde los cuadros apilados semejan grandes libros, incunables y cantorales de la biblioteca de un monasterio, lo dejó en el caballete y yo lo contemplo con mucha complacencia, sin que nuestra conversación le impida a èl seguir pintando y a mí estar a su lado ante la Trinidad.


    Pese a ser un cuadro de los llamados de encargo, en que generalmente la inspiración aparece a cuentagotas y las ganas de pintar son escasas y amaneradas, el resultado no fue el común de este género sin mucha aspiración. La pintura es soberbia, digna del estante que abarrotan las creaciones líricas del estilo poderoso, inconfundible e inimitable de su autor.


    Como si la Trinidad fuera el lienzo, el artista impregnó de colores la soledad traslúcida, la piedra sillar eflorescente, el solado, el arbolillo y la figura alumbrada del personaje que representa mi machacona idea, para ofrecernos la Trinidad transformada en cristal reverberante por arte de los pinceles sabiamente gobernados.


    Admirando la ensoñadora y exquisita pintura, revivo nocturnas sensaciones de solitario y sin esfuerzo alguno. No es impedimento la noche mágica, no necesito echar mano de la memoria, no tengo que recordarme en este pario abierto de convento más que de calle. En el recoleto espacio en que cada noche se disuelven los ecos de las novenas y las misas, del murmullo arrodillado de los rezos y de los olores penetrantes del incienso y de las flores, por gracia junta y armoniosa de todos, mi infancia obtuvo la vocación precisa para salir a la búsqueda de lo que ha perseguido y dado alcance a lo largo del tiempo, mi poesía sensitiva.


    Vuelvo a mi idea comprometedora, vuelvo al principio para completarlo.


    Pepe Herreros no pintó el cuadro por librarse de mi cansina pesadez. Lo realizó a conciencia para que mi habitación pudiere lindar desde la lejanía con la fachada nocturna de la Trinidad. Más que una idea repetida hasta la saciedad, el dadivoso artista quiso complacer un deseo. Con nuestra añosa amistad, ha llegado a conocerme mucho mejor que me conozco yo (Pentecostés, 2010).

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