Antonio y sus primeros 100 años

Os presento a Antonio. Un madrileño del barrio castizo de Lavapies que nació en la Calle Sombrerería. Es un hombre bueno, muy querido y respetado y con un corazón de gran nobleza. Alguien en quien podrías confiar a ciegas y que siempre ha tenido los pies en el suelo. Con ese carácter gentil a la antigua usanza que desgraciadamente ya apenas se ve en nuestros días, Antonio es todo un caballero.

Con una apariencia envidiable para su edad, se le puede distinguir desde lejos. Con bigote arreglado y nudo perfecto en la corbata, lo podrás ver salir a pasear con su sombrero y elegante compostura.

La vida nos hizo coincidir hace ya muchos años a causa de la enfermedad de Carmen, su esposa. Yo fui el fisioterapeuta que comenzó a tratarla en casa y que estuvo con ella durante sus últimos años hasta que falleció.

Esta madrileña de Chamberí fue su alma cómplice y la que le convirtió en el hombre más feliz. Según todos contaban, era una mujer muy vivaz y talentosa y tenía una personalidad arrolladora. Ambos compartieron casi 70 años de vida y una bonita historia de amor.

Antonio siempre se emociona al hablar de ella y disfruta recordando cómo se enamoraron. Fue un verano en una de las visitas de Carmen a Alcázar. Los dos coincidieron una tarde en la feria del pueblo; allí se miraron, se conocieron y desde entonces nunca se habían separado.

De la misma manera que con el matrimonio, el trato con el resto de la familia fue muy amable y cercano y todos fueron siempre encantadores conmigo. Desde el primer momento, Antonio y sus hijos confiaron en mí para apoyarse y formar un equipo. Nuestro fin se convirtió en el de ofrecer a Carmen la mejor calidad de vida y brindarle todos los cuidados que fueran necesarios para tratar de frenar el avance de su dura enfermedad.

Por entonces yo era muy jovencillo pero aún recuerdo con claridad el primer día que fui a su casa. Nada más conocerla, me comprometí con fe y muchas ganas para intentar hacer por ella lo que en mi mano estuviera. En su mirada se podía identificar gracia y ternura a partes iguales y en definitiva, a una buena persona por la que quise apostar junto a ellos.

Si ya durante este tiempo se había creado un fuerte vínculo entre Antonio y yo, fue a partir de la muerte de Carmen cuando la familia me propuso seguir en adelante atendiéndole a él y nuestra relación se afianzó.

Antonio estaba agotado. Además de por la pena, se resentía de todo el esfuerzo que había estado empleando y ahora era él quien también necesitaba tratamiento y recibir cuidados; (como los que había estado brindándole al amor de su vida de manera ejemplar e incansable durante tantos años).

Ha pasado el tiempo y nos hemos hecho buenos amigos. La relación fisio-paciente se ha transformado en algo más fuerte y ha ido traspasando, con el paso de los años, esa línea (inevitablemente delgada a veces) que separa lo profesional de lo personal.

Siento que es un privilegio y un motivo de alegría tenerle en mi vida y poder seguir yendo a visitarle todavía, semana tras semana.

A veces cuando llego, le sorprendo en el salón dormido en su sillón. Lejos de tener mal despertar, al abrir los ojos y encontrarme de pie allí enfrente, me regala una sonrisa y me dice eso de: “¡hombre, estás por aquí!”, apresurándose a sacar su mano para saludarme y también para que de seguido le ayude a ponerse en pie. Otras veces, le encuentro en su patio, barriendo las hojas del suelo o simplemente parado allí en mitad, mirando hacia arriba, contabilizando los racimos de su ya longeva y querida parra. Le tiene un cariño enorme porque la plantó junto a su padre cuando era un niño y ha dado frutos y sombra a todos los que han pasado por esa casa.

Me gusta mucho presumir de conocerle y de poder decir que nos alegramos mucho cuando nos vemos y, por qué no, que nos queremos. Creo que nuestra amistad funciona porque cada uno admira al otro y porque cada uno aporta lo suyo. Además de la terapia, yo pongo afecto y cuidado con todo mi empeño y él… Pone todo el resto; todo lo que se necesita para que dos amigos nunca dejen de serlo.

Muchas veces veo en él a mi querido abuelo Ovidio, a quien recuerdo y echo de menos todos los días. De la misma generación de hombres íntegros y cabales y con una jerarquía de valores muy similar, también Antonio, aún hoy, sigue reuniendo cualidades que lo hacen para mí todo un ejemplo a seguir. Las de un hombre educado, formal, amable, disciplinado, correcto en sus formas, honesto, admirablemente prudente, discreto con sus cosas y siempre acertado y muy preciso en sus palabras a la hora de desenvolverse. Pero si hay una virtud que de él admiro y que por encima de todo me encanta, es que, por lo que expresa y por cómo lo expresa, ha sido un amante de su trabajo; en este caso, el de ferroviario.

Siempre me ha contado que con 15 años salió de la escuela y que su tío le metió a trabajar en el negocio de la familia, donde estuvo hasta los 18. A esa edad dejó de despachar bebidas como “barman” en la barra del “Café-Bar Alces”, donde estaba, al aprobar la oposición de factor.

Su padre y su abuelo eran maquinistas y había admirado el mundo del ferrocarril desde pequeño. En sus conversaciones, siempre ha salido a relucir este tema y se pueden contar por decenas, las veces que me ha referido cosas, tales como: lo insólito que era presenciar cómo por la fuerza del vapor, la locomotora conseguía mover aquellas bielas, en qué consistía la función de un “guarda-agujas” o lo imponente que era aquel “depósito de máquinas” que antaño se hallaba en la parte trasera de la estación y que era donde reparaban, limpiaban y dormían los trenes…

Parece ser que con los libros que le prestó su primo, se había ido formando para los exámenes en los ratos que no trabajaba, con perseverancia y mucho esfuerzo. Con orgullo reconoce que aprobó de sobra aquella oposición que con tantas ganas preparó y que su nota no debió andar lejos de alcanzar el primer puesto de esa promoción de aspirantes, ya que le dieron plaza en la estación donde él quería: la de Alcázar de San Juan, uno de los nudos ferroviarios más importantes y de los destinos más solicitados en España por aquellos tiempos.

Al respecto, siempre suele presumir de dos cosas. Una, la de haber podido pasar casi toda su vida en Alcázar, el pueblo al que llegó de niño y que tanto ama; (sobre todo por la suerte de nunca haber sido desplazado a trabajar a otro lugar). La otra, la de haber podido viajar siempre gratis en los trenes, tanto él como su familia, gracias a su profesión.

Al igual que por su trabajo, Antonio ha sido un apasionado del dibujo. Ésta ha sido su otra gran afición. Un talento que con cada trazo y en cada esbozo, le ha permitido volar a otras realidades, crear fantasía y ser feliz a lo largo de su vida, (obteniendo incluso a veces, alguna remuneración extra “que siempre venía muy bien”).

Porque otro tema recurrente en nuestras charlas, ha sido el referente a la ocupación que comenzó a desempeñar por encargo de su tío y que si cabe, suele citar aún más que la temática ferroviaria: el de las carteleras del “Cine Crisfel”.

Desde bien joven y durante muchos años, se ocupó de elaborarlas con un estilo artístico muy personal, (“en pizarra de hule negro y con blanco de España”) para anunciar en distintos puntos estratégicos del pueblo, las películas que se proyectaban en la sala a lo largo de la semana. Estos sitios eran: la puerta del Cine, la puerta del “Café-Bar Alces”, a la vuelta de “El Cristo” en la Calle Emilio Castelar y en la “tienda chica” de la Plaza; (grabado a fuego lo tengo).

También se le iluminan los ojos cuando hace alusión a las exposiciones que hizo en el “Centro de Mayores” o en “La Casa de la Cultura”, reclutando cuadros que había pintado con las distintas técnicas que fue aprendiendo (y que hoy exhibe en cada pared de su casa), o recordando la gran cantidad de letreros y de anuncios que le encargaban los dueños de muchos comercios del pueblo, incluidas pinturas murales, (como la del “Tren del Centenario” que pintó en la pared del “Museo del Ferrocarril”) y que aún hoy pueden contemplarse.

Hace un par de meses me trajo a casa su christma de Navidad, otra más de sus habilidades creativas. Los ha venido haciendo desde siempre, todos los años desde que sus hijos eran pequeños. Esta vez, repleto de fotografías y de dibujos meticulosamente ideados y con una caligrafía elegante y casi legendaria, con la que nos traslada sus mejores deseos. Quizá ya sean menos sofisticados que antes, pero los sigue realizando con la misma pasión y esmero, aguardando ahora, eso sí, a los días que mejor tiene el pulso, para que todo siga saliendo perfecto.

Los envía a familiares, vecinos, amigos y hasta a la misma alcaldesa (que este año ha ido a su casa a felicitarle por su cumpleaños y le ha mostrado su agradecimiento).

Supongo que cada año, el punto culmen de su obra llega en el momento en que nos entrega el díptico y ve lo maravillados que nos quedamos observándolo, tan atentos. Es entonces cuando con gesto de asombro le damos las gracias y su cara comienza a rebosar de felicidad (e inmediatamente después va la nuestra, al verlo a él tan contento).

Y es que su mayor recompensa es nuestro reconocimiento. Como todo artista, sigue agradeciendo que admiremos su trabajo y que, a pesar de la gran suma de inviernos que lleva a sus espaldas, le digamos lo genial que lo sigue haciendo, cómo se sigue superando cada año y que ese sobre que nos da cada mes de Diciembre, nos trae lo que de verdad podría ser el auténtico espíritu navideño: un intercambio de magia, un chute de amor y de alegría encapsulado en un detalle tan pequeño, a través de su humilde gesto.

Antonio cumplió hace poco los 100 años. Actualmente es una persona satisfecha, agradecida, enamorada de su familia, de las ocupaciones que ha tenido y sobre todo de la vida.

Con humor siempre dice que a su madre “sí que le tocó el Gordo de verdad” aquel 22 de Diciembre; (aunque realmente parece ser que nació más bien delgaducho y poca cosa).

Tanto en la Calle Goya, donde casi siempre ha vivido, como fuera de ella, en el resto del municipio, poco a poco se ha ido convirtiendo en alguien muy apreciado y reconocido. En cualquier ocasión a lo largo del tiempo, a este paisano incombustible quizá os lo habréis podido cruzar por algún sitio… En el andén principal de la estación, pedaleando en bici por el pueblo, montado en su moto, transitando nuestras calles del brazo de “su Carmen” (o empujando su silla más adelante), paseando del brazo con alguno de sus hijos o llevando el andador junto a su cuidadora. Pero si lo volvéis a ver, paraos y felicitadle, porque está de enhorabuena.

Antonio es hoy un orgulloso alcazareño, adoptivo de corazón y por fin centenario, que grita con todas sus ganas, delante de sus hijos, de sus nietos y de los amigos y vecinos del barrio que aquel día fueron a su casa a darle una sorpresa y homenajearle: “¡TENGO CIEN AÑOS!… ¡¡VIVA YO!!”.

Antonio, te queremos.

 

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