El moscardón de la tiná

Hace unas semanas estuve hospitalizado tras ser intervenido de una leve molestia. Me acompañó en esos días mi hermano Santi, Santiago para muchos, tantos que coincidiendo en esa estancia su cumpleaños recibió cerca de 200 felicitaciones. Muestra de la estela  que ha dejado en su larga, trabajosa, intensa, variada y generosa actividad política. ¡Felicidades! por tan honrado y  honroso desempeño. En su niñez y juventud él era el hermano de Antonio Moreno; después y ahora yo soy el hermano de Santiago Moreno. Qué hermosa y meritoria inversión de los términos. Pues bien, combatimos las tediosas horas hospitalarias hablando de todo, de los tiempos pasados, de la compleja situación presente y de los posibles futuros. Hablamos, como no podía ser menos, de nuestra crianza en la calle Salitre, de nuestros padres, de nuestros hermanos, de la escuela, de la placeta de Santa María, de Lorenzo el sacristán, del vecindario, de la estimulante escasez desde la que salimos adelante…de muchas cosas y de muchas gentes. Y salió a relucir quien, hasta entonces, jamás estuvo en mis recuerdos: el moscardón que habitaba en la tiná.

Llamábamos tiná, como era común en el pueblo, a la gavillera del corral. Una estructura sencilla de maderas soportadas sobre una viga transversal donde se hacinaban las gavillas, manojos de sarmientos atados por el centro hechos durante la poda invernal de las viñas. Las gavillas se utilizaban para iniciar el fuego porque el sarmiento arde con una llama viva y fugaz, capaz de prender con facilidad otros combustibles, sobre todo maderas y paja. La gavillera estaba al final del corral, visible desde la calle, haciendo de cobertizo que por su espesura daba sombra y protegía de la lluvia. La cantidad de gavillas se tenía como indicador de la riqueza – los posibles, se decía – del propietario: “Buena gavillera tiene este”, se solía exclamar al paso de alguna sobresaliente. Las maderas eran gruesas, viejas, oscuras, resquebrajadas y surcadas por múltiples perforaciones posiblemente hechas por los sucesivos moscardones andantes en ellas. Oquedades que estaban rodeadas por mohosas protuberancias esponjosas, húmedas y verdosas, secas cuando los moscardones cambiaban de ubicación. 

Aquel moscardón –aquellos moscardones, más propiamente - creo que pertenecían a la especie Xilocopa violácea, abejorro carpintero que anida en la madera donde excava huecos para depositar los huevos para su reproducción. Carezco de conocimiento zoológicos y puede que se tratara de otra especie afín. Para el caso, da igual. Durante el vuelo, corto, circunvalando su hueco residente, emitían un zumbido penetrante, monótono y grave. Creo recordar que el tiempo propicio para manifestarse era el verano, en plena canícula, sobre todo en las horas de la siesta que, al parecer, era el momento predilecto de aquel himenóptero para merodear por los alrededores de la tiná y posiblemente para salir a succionar el néctar de la flores con que se alimentaba, además de los residuos de la madera carcomida. Zumbido magistralmente recreado en 1´ 23” por el compositor ruso Rimsky-Kórsakov (1844-1908) en El vuelo del moscardón de la ópera El cuento del zar Saltán basado en un poema del también ruso Aleksandr Pushkin (1799-1837).

El corral era pequeño, estrecho, corto, rectangular, encalado y con la alcazareña cinta añil, al que daban la cocinilla y una cuadra donde en tiempos tuvimos dos cabras que suministraban la leche para el consumo familiar, conejeras, nidales donde las gallinas ponían los huevos y una gorrinera. En lo que llamábamos cámara, el altillo abuhardillado entre el cielo raso y el tejado, había un palomar. Aquella variedad animal era básica para el sustento y una distracción para los chicos. En el corral estaba la artesilla, recipiente de madera de 1.50 por 0.70 metros aproximadamente recubierto en su interior de zinc, donde mi madre lavaba la ropa y, en la matanza, se echaba el gorrino en agua caliente para quitarle las ásperas cerdas. Las madres lavaban todo el año al aire libre y tendían la ropa en las cuerdas que cruzaban el corral de parte a parte. En invierno, la ropa se helaba hasta tal punto que podían ponerse de pie sobre el suelo los pantalones y los monos de mi padre y de mi hermano Longinos. La artesilla servía en el buen tiempo, sobre todo en verano, para lavarnos a conciencia, más allá del poco de sí que daba la palangana, y bañarnos disfrutando del agua templada por el sol.

Mi padre que hasta la guerra del 36 había sido muletero en la Casa “El Preso”, en la vega del Záncara, superados los encarcelamientos y tras el ejercicio de varios oficios se colocó en los Devis, empresa subsidiaria de la Renfe. Allí reparaban vagones para el transporte de mercancías. De vez en cuando les permitían comprar a muy bajo precio restos de maderas utilizadas para la restauración. Con una carretilla que manejaba mi padre y sujetando a ambos lados mi hermano Luis y yo los extremos del haz que mediría unos dos metros, íbamos Rondilla abajo hasta casa. La madera servía para la lumbre y con los trozos más saneados para remendar alguna puerta o hacer útiles para los animales o guardar cosas. La llegada de las maderas era un acontecimiento para nosotros. Luis y yo, Santi era pequeño, hacíamos especies de refugios donde nos acurrucábamos para protegernos del frío y de la lluvia. En realidad era para enredar en lo que mi padre nos permitía. También nos dejaba emplear trozos de listones y tirantes para hacernos espadas, pistolas, cajas u otros simulacros de juguetes.  Por aquellos haces de recortes de maderas diversas también husmeaban los moscardones, sin llegar a anidar porque estaban a ras del suelo y ellos preferían las alturas. La lluvia, muy frecuente entonces, provocaba en la madera mojada un intenso olor a humedad que llevo pegado a mi olfato como si fuera ayer.

El olor a humedad se mezclaba con otros más insalubres: los procedentes de la verjilla y el basurero, ambos bajo la tiná. La verjilla era el sumidero que vertía al alcantarillado las aguas sucias y residuos fecales. El basurero era vertedero para todo. Anualmente se “sacaba”, así se decía, y mi primo Argimiro utilizaba la basura en el abono de las viñas. Tenía un murete para evitar las caídas y tres palos como hipotenusas con el ángulo de las paredes - los palos del gallinero, así los llamábamos, donde solían dormir las gallinas - desde los que los chicos hacíamos las deposiciones para librarnos del insolente picoteo de las gallinas que se tomaban “aquello” como suculenta comida. Los váteres vinieron después. Además de estos olores propios, a los que hay que añadir los agradables y alimenticios de los guisos caseros, los había estacionales: a bodrio, en la matanza; a paja, en la siega; a mosto, en la vendimia; a tierra mojada, premonitoria de las lluvias; a aceite, en la molienda de la aceituna; además del pestilente y ubicuo olor del vertedero público de aguas residuales de la Veguilla cuando el viento soplaba hacia el pueblo. Y el permanente olor a la estación, al humo de las máquinas, fruto de la trajinería ferroviaria que nos dio fama en las enciclopedias. Los olores se han ido extinguiendo.

El basurero estaba junto a la portadilla que daba a la calle Carmen en cuya fachada se mantuvo durante años la argolla donde mi padre, antes del 36, prendía las bridas de la Chilindra, yegua castaña de considerable alzada según contaba él, cuando venía al pueblo en los rodeos – tiempos periódicos de descanso – de su ocupación con las muletás de la vega. Cómo siento no haber llegado a ver a mi padre manejando su montura –tampoco hay fotos, tan infrecuentes entonces- pero estoy seguro que fue un jinete apuesto, dominador de la cabalgadura, un punto chulesco y altivo porque los muleteros presumían de serlo por encima de labradores y  pastores. La portadilla se asentaba en un poyete con albollón que más para desagüe del corral servía de gatera para que el Tin, gato gris jaspeado que se crió con nosotros, entrara y saliera a discreción.

La calle Carmen era secundaria, a la que daban los atrasares de las casas, calle de portadas en su mayoría para el tránsito de carros y caballerías. Era de tierra, de la que se levantaban tolvaneras y remolinos cegadores cuando se removía el aire. No tenía aceras. Casi intransitable para las personas que debíamos sortear las entrecruzadas y profundas “rodás” de  los carros todavía con llantas de hierro. Era espectacular ver salir de la casa de Paco y Bernardino – Bullones por el padre y Cañetes por la madre; nosotros, Manchaos por mi padre -  los carros tirados por una, a veces dos, yuntas de mulas. Daba una apabullante sensación de poderío la seguridad de las pisadas, ruidosas y firmes, de las mulas que dejaban marcadas en el barro las herraduras con una perfecta geometría. La conjunción de carro y mulas nos parecía monumental. Tal era la admiración que un juego era ir detrás del carro y colgarse de los varales, a la vez que le cantábamos al gañán: “¡A la trasera un chico lleva y no se entera!”. Respondido con un amago de latigazo para ahuyentar a los moscones.

Los zumbidos de aquellos moscardones que me resuenan tal cual sonaban, aunque no sea posible reproducirlos ni describirlos con precisión, son ecos de antaño, metáforas acaso de los años 50 del siglo pasado, que dicho así parece mucho, pero no es tanto. No es tanto en el tiempo, sí en los cambios que se han producido en nuestro pueblo, en nuestras casas, en nuestras vidas y costumbres. Ecos del origen en que empezamos a sentir la tierra, a quererla y a almacenar sentimientos que cada cual ha ido propagando por ahí como ha podido. Ecos que saboreamos unos pocos, porque el tiempo va limpiando la era, pero que pueden servir para que otros muchos reconozcan de dónde venimos, qué camino hemos recorrido y apliquen las enseñanzas para que Alcázar, en este caso, y con él el mundo en su conjunto, avance y mejore la vida de la ciudadanía.

Pies de fotos:

1.- ¡Con perdón! No tengo otra del corral. Aparte del adefesio quinceañero –soy yo– se ve la viga transversal de la tiná de la que cuelgan latas con plantas, la puerta y el ventanuco de la cuadra y la portadilla. Ya no había basurero

2.- El moscardón

3.-Nidos en la madera

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